Hay emociones que no se explican con palabras. Se sienten en el pecho, como una vibración que despierta cuando suena una canción de anime, cuando un opening olvidado comienza a sonar de fondo, o cuando una imagen trae de vuelta una escena que te hizo soñar, allá en tus días más solitarios. No es solo nostalgia: es identidad, es raíz, es el eco de un mundo que, en su momento, me salvó. Ese universo de colores intensos, melodías imposibles de olvidar y personajes con más humanidad que muchos rostros reales, me abrazó cuando nadie más lo hacía. En medio de días buenos y otros no tanto, encontré en el anime y su música un refugio privado. Mi propio mundo. Uno que no necesitaba ser compartido ni explicado. Era solo mío… y por muchos años, fue mi identidad silenciosa. Recuerdo con claridad cuando todo comenzó. El primer anime que me marcó fue Durarara!!, con su caos organizado y su estética urbana que parecía hablarle directamente a mi caos interno. Mi primer waifu: Haruka Morishima, de...