Hay emociones que no se explican con palabras. Se sienten en el pecho, como una vibración que despierta cuando suena una canción de anime, cuando un opening olvidado comienza a sonar de fondo, o cuando una imagen trae de vuelta una escena que te hizo soñar, allá en tus días más solitarios. No es solo nostalgia: es identidad, es raíz, es el eco de un mundo que, en su momento, me salvó.
Ese universo de colores intensos, melodías imposibles de olvidar y personajes con más humanidad que muchos rostros reales, me abrazó cuando nadie más lo hacía. En medio de días buenos y otros no tanto, encontré en el anime y su música un refugio privado. Mi propio mundo. Uno que no necesitaba ser compartido ni explicado. Era solo mío… y por muchos años, fue mi identidad silenciosa.
Recuerdo con claridad cuando todo comenzó. El primer anime que me marcó fue Durarara!!, con su caos organizado y su estética urbana que parecía hablarle directamente a mi caos interno. Mi primer waifu: Haruka Morishima, del juego y anime Amagami. Esa mezcla de inocencia, ternura y fantasía juvenil que, para mi versión adolescente, fue algo casi sagrado. Y mi primera banda J-Pop: UVERworld, cuyas canciones parecían haber sido escritas justo para mí. Eran más que melodías: eran declaraciones de principios, gritos de libertad, himnos de perseverancia.
Hoy, con la adultez respirándome en la nuca y los calendarios marcando más de tres décadas, no puedo evitar mirar atrás con cariño. Ya no vivo en aquel mundo, pero tampoco lo he olvidado. A veces siento que no terminé de explorarlo. Que dejé series sin ver, mangas sin leer, juegos sin terminar… no por desinterés, sino porque la vida —esa vida que no califico como mejor ni peor, sino simplemente como la mía— tomó su curso. Aun así, cuando suena alguna canción como D-tecnoLife o Colors de FLOW, algo se activa. Algo muy íntimo, muy profundo.
Y entonces mi yo interior, ese que nunca se rinde, me grita: "¡Aún puedes! ¡Aún puedes leer ese manga olvidado, descubrir esa novela ligera que te falta, sentir como antes sentías!". Es en esos momentos cuando comprendo que no se trata solo de entretenimiento. El anime, el J-Pop, todo ese universo, fue —y sigue siendo— una escuela de vida. Me enseñó sobre la resiliencia, la amistad, el valor del sacrificio. Sobre caerse una y otra vez… y levantarse con más convicción.
A veces me juzgo. Me digo que los años pasan, que quizá no estoy dejando huella, que este amor por lo que muchos llaman “cosas de niños” es una forma de no soltar del todo mi juventud. Pero también me perdono. Porque sigo aquí. Luchando. Viviendo. Pudiendo haber optado por una vida de evasión, y sin embargo elijo conscientemente el camino del esfuerzo. Estoy presente, firme. Estoico.
Entonces me pregunto: ¿Y si el verdadero camino no es renunciar a ese mundo, sino integrarlo a mi presente? ¿Y si mi historia no termina donde creí, sino donde encuentro la forma de unir lo que fui con lo que soy?
Porque al final, ese universo que me hizo sentir tan vivo, sigue ahí. Esperando. Y yo… sigo soñando con la manera de volver a él. No como el adolescente que fui, sino como el adulto que hoy abraza sus pasiones con orgullo, sin culpas ni vergüenzas.
Porque crecer no significa olvidar lo que te hizo fuerte. Significa aprender a caminar con ello.
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